El diseño de Dios para los géneros
Una de las búsquedas más intensas del alma es el propósito de vida. Todos deseamos encontrar esa razón especial por la que estamos en la tierra.
Sin embargo, una vez que conocemos el propósito divino para nuestros roles, muchos decimos: “¡No, gracias!, prefiero hacer otra cosa”.
El problema del ser humano no es principalmente su falta de propósito, sino su descontento con él. Nuestra carencia de propósito radica primariamente en nuestra rebeldía, no en nuestra ignorancia.
Pero la obra de Cristo nos trae esperanza ante esta realidad.
La actividad del Espíritu puede vencer nuestra resistencia atrayéndonos a Jesús y dándonos el poder de vencer el pecado. El evangelio nos capacita para abrazar nuestro propósito de vida y encontrar la mayor satisfacción que experimentaremos en la tierra.
En la publicación anterior consideramos nuestra necesidad de roles definidos para el progreso y estabilidad de la sociedad. En esta ocasión examinaremos los deberes de cada rol dentro de la familia.
¡Comencemos!
El apóstol Pablo dijo en su primera carta a los Corintios: “la cabeza de todo hombre es Cristo, y la cabeza de la mujer es el hombre y la cabeza de Cristo es Dios.” (1Co 11:3).
Este pasaje muestra que el Espíritu reafirmó los roles designados por Dios al momento de la creación. La cruz no abrogó aquello que Dios miró como “bueno en gran manera” al comienzo de la historia (Gn 1:31).
De acuerdo al diseño original, el hombre es responsable de liderar la familia, la iglesia y la sociedad. Pero más que un privilegio, debemos mirar esto como un deber extraordinario.
¿Alguna vez llegaste a sentirte aliviado por prescindir de alguna gran responsabilidad que te hacía vivir nervioso y angustiado? Así podrían sentirse los hombres que comprenden correctamente su rol.
Los varones son los principales responsables de dar cuenta de todo lo que ocurre en las familias, iglesias y sociedades. En el día del juicio serán examinados de acuerdo a su desempeño en este deber.
Los hombres deben vivir bajo el temor de Dios, entregando sus vida para el bienestar eterno de sus esposas, hijos y sociedades (Gn 2:15-25; Ef 5:25-33; Cl 4:19; 1P 3:7).
Pero de ninguna manera pueden hacerlo solos.
Dios hizo a la mujer como la ayuda esencial del hombre para lograr esta tarea. La mujer completa esa unidad ideal que Dios pensó para llenar la tierra y sojuzgarla (Gn 2:18-25).
El deber de la mujer es seguir el liderazgo masculino, que a su vez sigue el liderazgo de Cristo. La mujer debe identificar el propósito que Dios ha determinado para su esposo, y complementarlo de manera que logren la misión divina.
El texto de Génesis y las epístolas paulinas indican que los hombres tienen la responsabilidad de proveer, coordinar y liderar sus hogares hacia el temor de Dios y la supervivencia, apoyándose siempre en la labor de sus esposas.
De igual manera, enseñan que las mujeres deben obedecer y respetar el liderazgo de sus esposos, mientras asumen gran parte del cuidado de sus hijos junto a un esposo que les provee, guía y protege (Gn 3:16; Ef 5:22-23,33; Cl 4:18; 1P 3:1-6; Tit 2:3-5).
Dentro de este diseño, la pareja debe separarse de sus padres para conformar su propia familia. Esto no implica que toda colaboración entre ambas familias sea inapropiada, pero indica que la pareja con sus hijos debe independizarse claramente de sus familias paternas (Gn 2:23-24).
En la medida que cada género se conforme a la imagen de Cristo, la pareja crecerá en gozo y capacidad que llevar a cabo la misión de Dios.
No obstante, debemos recordar que el proceso de santificación sólo será completado al regreso de Jesucristo. Por esto debemos ser pacientes con nuestros cónyuges, y perdonarlos hasta setenta veces siete mientras crecen en piedad (Lc 18:21-22).
Esto por supuesto no implica que debemos permanecer casados con un cónyuge adúltero, o que una separación temporal por casos de violencia, abuso, inanición o descuido de salud estén prohibidos (Mt 19:9; 1Co 7:10-16).
Pero en casos diferente a estos, debemos mostrar gracia a nuestro cónyuge de la manera en la que recibimos gracia de Jesucristo (Ef 4:31-32; 1P 4:8).
En la próxima publicación consideraremos la manera en que este modelo se aplica en la vida de la iglesia.
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